No quiero el tiempo del mundo

Podría aceptar la vida como viene. Podría hacerme de ideas, como que ese era “mi destino”, “esto tenía que pasar porque así aprendería”. Lo cierto es que estoy cada vez más confundida.

Desde la razón, las cosas siguen su curso. A la vida se le encara en la cuerda floja entre los límites y la intensidad. Siguen algunas noches de vino, la plática con hombres que saben de automóviles o de bebidas alcohólicas en recintos prohibidos. Siguen los hombres que ceden el paso, que me abrochan un botón para que la estética de la prenda que visto se conserve. Siguen los hombres con quien ceno, o aquellos que hablan de documentales que no quiero ver, pero que vería a su lado sin reparo.

Pero no estoy conforme. La realidad me parece necesaria, pero no suficiente. Me parece que son muchas posibilidades para una sola vida. Y el peso de elegir entonces es demasiado (no hablo de hombres sino de caminos).

A fuerza de escribir (te) y leer (te) un (en) discurso… ¿puede hacerse verdadero?

Elijo creer pero tampoco me convenzo al cien por ciento de esas creencias. Siempre está allí la otra posibilidad, latente. Como si fuera la arista de una figura que no puedo completar, como si la conciencia de elegir implicara que siempre habrá una interrogante ¿qué hubiera pasado si…? Siempre está la duda.

Los caminos irrealizables se quedan en hojas que nadie lee. Sigo cuestionando cada elección no porque sea “la mejor” sino por la posibilidad que se quedó en mera potencia.

He sentido pocas veces que lo que pasaba era absoluto. Ahora, tal vez, sea el tiempo de incubar, de cuestionar y pensar para que ese continuo martilleo me lleve a algo. Un continuo trabajo interior que no es inmediatamente perceptible.

No quiero el tiempo del mundo. No quiero pensar en horarios o certezas. En como cambia el cuerpo segundo a segundo, en cómo nos tardamos “años” en sentir una transformación interna. No quiero el tiempo del mundo…

(a veces, a veces, aspiro sólo a pequeños instantes de belleza)

[Imagen de Vieira da Silva]