14 agosto, 2011


Estoy releyendo el Quijote. Es lo más ñoño que podría hacer antes del examen. Ayer, que me levanté a las cuatro treinta y siete de la mañana (me tomé una pastilla y ya no pude dormir), pensaba seguir con la lectura pero, más bien, me quedé pensando en qué bonita era la locura del Quijote. Es decir, el llevó al extremo algo que nosotros hacemos a diario: dejar que los mundos mentales que construimos con las narraciones afecten la realidad. 
Porque, por supuesto, no es lo mismo ver brazos de gigantes en las aspas de un molino, que crearnos un recuerdo compartido cuando alguien adereza la anécdota de un viaje, o de un suceso dramático o gracioso. Pero en esencia, lo que permanece es la imaginación y, ante todo, la creación del receptor que, junto con la nuestra, llenan de matices una historia. 

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Hay un anclaje, siempre. Supongo que no puedo salir a la calle a convencer a todos de que todo el mundo existe porque nosotros lo significamos y en ese proceso, también, lo imaginamos. Que en algún punto, cuando tengamos sesenta años y estemos recostados en una cama recordando nuestra vida podamos dotarla de belleza o de dolor, porque podemos elegir, de alguna manera, el punto de vista. Y que todo parte de cómo nos narramos a nosotros mismos y cómo narramos al mundo. 

Por eso hay gente cuyo talón de Aquiles son las personas con una gran imaginación. Los que pueden transformar con las palabras un momento cotidiano. Los que pueden expresar el dolor de forma bella, los que hacen en la vida pequeños actos de magia...

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La primera vez que vi Big fish  intuí que transformar no era 'mentir'. La mentira implica que hay una 'verdad' y que ésta es inmutable. Y, aunque en algún punto no comprometerse con ninguna 'verdad' hace al individuo un navegante sin responsabilidad para con los otros, tampoco es que esa 'verdad' tenga que ser absoluta y para siempre. Y en estos terrenos tan filosos sólo podría decir que, en lo que sí creo, es en una ética de las intenciones. ¿Para qué hacemos las cosas? ¿Para qué transformamos?

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Nunca me he conformado con lo dado, con que me digan que las cosas 'son así'. Me gusta encontrar dobleces y me gusta imaginar. Eso no es ni lo mejor ni lo peor, es un rasgo de personalidad que me ha llevado a ciertas decisiones y que me ha metido en algunos agujeros de conejo.

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Crear no implica mentir, ¿o sí?

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Volví a ver, también, Heavenly creatures. ¿No había tanta 'verdad' en su fantasía como en su 'vida real'? ¿no eran las motivaciones de los personajes tan verdaderas en la fantasía como en la vida real?

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Tenemos que sostenernos en el mástil de la 'realidad', lo que sea que eso signifique. Algunos nos conformamos con ser amarrados y, entonces, poder así oír de lejos a las sirenas, sin riesgos aparentes. Y digo sin riesgos aparentes porque, llegando a tierra, el canto ya nos habrá transformado. La belleza no puede dejar ilesa a la realidad. Nunca.




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De la tierra que vuelve

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